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Columnas

Los peligros del antiamericanismo 'light'

Angie G50

Moisés Naím / El País

Hay un antiamericanismo asesino y un antiamericanismo light, o ligero. El primero es el antiamericanismo de los terroristas fanáticos que odian a Estados Unidos su poder, sus valores y su política y están dispuestos a matar y a morir para hacer daño a Estados Unidos y a los estadounidenses. El segundo es el antiamericanismo de aquellos que se echan a las calles y a los medios de comunicación para despotricar contra Estados Unidos, pero no buscan su destrucción.

Tanto los antiestadounidenses light como los estadounidenses en el Gobierno comparten la ilusión de que el antiamericanismo que no llega a ser terrorismo no tiene ningún coste. Los primeros le dirán que aman el país pero desprecian su política y que criticar al Gobierno es muy sano. Por supuesto, tienen razón en que la reacción mundial en contra de las iniciativas de Estados Unidos ayuda a limitar los excesos, errores y dobles varas de medir unilateralistas de una superpotencia con frecuencia impulsada por cálculos demasiado estrechos de miras arraigados en la política nacional. Pero se equivocan cuando suponen que sus denuncias generales no tienen ningún coste, especialmente cuando los ataques verbales a la política de Estados Unidos ayudan a alimentar animosidades mucho más profundas y omnipresentes contra Estados Unidos, su Gobierno y su pueblo.

Aquellos que comparten y extienden el antiamericanismo light aunque compartan al mismo tiempo los valores y principios que Estados Unidos representa socavan su capacidad de defender dichos principios en el extranjero. Después de todo, la influencia internacional requiere poder, pero también depende de la legitimidad. Tal legitimidad se deriva de la aceptación de los demás, que no sólo han de consentir, sino también acoger con agrado el uso de esa influencia. Puede que la legitimidad de EE UU en el extranjero se viera socavada por la propensión de George W. Bush a hablar en términos duros y a actuar en solitario para imponer la voluntad de su Gobierno a los demás. Pero tales acciones fueron interpretadas por gran parte del mundo a través del prisma de los profundos recelos hacia EE UU que existían mucho antes de la presidencia de Bush. En última instancia, el rechazo automático a las acciones de EE UU arraigado en el antiamericanismo ligero podría ser tan malo para el mundo como el conceder a la superpotencia un cheque en blanco para ejercer su poder sin las trabas impuestas por la comunidad internacional. Por ejemplo, las reacciones instintivas avivadas por el antiamericanismo ligero seguramente desempeñaron algún papel a la hora de socavar y quizá alterar permanentemente la Alianza Atlántica. La relevancia y efectividad de muchas agencias de la ONU se han visto también erosionadas por su sutil y a veces no tan sutil antiamericanismo.

Además, la estridencia de este coro mundial antiestadounidense también socava el apoyo del público estadounidense al compromiso internacional de su país. Aunque el compromiso activo de EE UU puede no ser siempre la mejor receta para los problemas internacionales, a menudo es la única disponible. Los estadounidenses corrientes ya tienen dificultad para entender por qué deben soportar la carga de ser el sheriff del mundo sin recibir ningún respeto a cambio. De hecho, el antiamericanismo ligero que prevalece en muchos países ayudado por EE UU podría a la larga ser un golpe de suerte para los aislacionistas estadounidense al imposibilitar tal entendimiento.

Pero esa peligrosa despreocupación no es sólo responsabilidad de los antiestadounidenses ligeros. Los políticos y los líderes del Gobierno de EE UU han mostrado desde hace tiempo desdén y despreocupación por los efectos negativos del antiamericanismo ligero. Entre los pesos pesados de Washington, la creencia general es que no es posible hacer cambiar de opinión a los antiestadounidenses asesinos y fanáticos y que hay que ocuparse de ellos por medio de los cuerpos de seguridad y policiales, mientras que los actos maniáticos de los antiestadounidenses ligeros en su mayor parte tienen escasa trascendencia.

Hace varios meses, un grupo bipartidista de prestigiosos expertos estadounidenses en política exterior ajenos al Gobierno celebró varias reuniones discretas para discutir su preocupación acerca de la ola creciente de antiamericanismo en todo el mundo. El grupo finalmente redactó una carta privada a Bush en la que llamaba su atención sobre la urgente necesidad de hacer algo al respecto. El miembro del Gobierno al que pidieron que entregase la carta respondió que no tendría demasiada repercusión a menos que explicara en detalle los costes concretos del antiamericanismo. Actualmente, Tony Blair, José María Aznar, Silvio Berlusconi y Vicente Fox, entre otros, pueden explicar claramente y en detalle los costes del antiamericanismo ligero que domina sus sociedades. Ha hecho que sea cada vez más costoso para ellos en sus respectivos países apoyar a Bush, quien a su vez ha aprendido que a pesar de todo su lenguaje duro, actuar en solitario, entraña enormes costes y riesgos. Muchos de los problemas a los que se enfrenta EE UU no hará más que empeorar si intenta resolverlos unilateralmente. Es cierto que puede invadir Irak sin la bendición de Naciones Unidas. Pero su ejército necesita bases en otros países, sus agentes antiterroristas necesitan la ayuda de otros servicios secretos (incluso los de Francia), sus organismos reguladores financieros necesitan trabajar en estrecho contacto con los organismos reguladores del extranjero, y sus agencias de reconstrucción nacional en Afganistán y pronto en Irak necesitan la ayuda y el dinero de otros países.

Estados Unidos ha descubierto que para lograr sus objetivos internacionales depende tanto de la buena voluntad de otros gobiernos como de la eficacia letal de su Ejército. A su vez, esa buena voluntad es sumamente dependiente del talante y las actitudes de los electorados nacionales. Ésa es la razón de que la ascendencia mundial del antiamericanismo ligero sea una tendencia peligrosa. Y no sólo para los estadounidenses.