El 'reality show' de la cumbre Iberoamericana
Andrea G
Moisés Naím / El País
El Rey Juan Carlos salvó la Cumbre.
De no ser por Su Majestad, la última Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado en Santiago de Chile hubiese sido otro aburrido encuentro donde los participantes intentan persuadir al mundo de que están haciendo historia y el mundo responde con un bostezo.
Esta vez, gracias a Su Majestad, tuvimos una dosis de reality show que, además de hacer la cumbre más divertida
[ya esta circulando en Internet una versión del "Por qué no te callas" en pasodoble], reveló importantes tendencias de América Latina.
La primera es que los jefes de Estado de América Latina están hartos de Hugo Chávez. Su narcisismo ya fastidia hasta a sus aliados. Varios participantes en la reunión me dijeron que el comentario general después del evento fue que el rey Juan Carlos simplemente expresó lo que la mayoría de los presentes sentían pero no se atrevían a decir.
Y he aquí la segunda tendencia a notar: No se atrevían a discrepar de Chávez porque esto es peligroso. El teniente coronel es conocido por su generosa disposición a financiar abiertamente los gobiernos que lo aplauden y subrepticiamente a los movimientos de oposición interna contra los presidentes que lo enfrentan. Y sabemos que Chávez no se destaca por su temperamento democrático hacia quienes discrepan de él. "Les voy a poner el ojo a las empresas españolas en Venezuela", ha sido su respuesta al intento conciliador del canciller Moratinos.
El agresivo intervencionismo de Chávez en los asuntos de otros países explica, por ejemplo, por qué los presidentes de Brasil y Colombia intentaron hacerse invisibles durante esta cumbre. Ambos son vecinos de Venezuela y conocen bien los métodos de Chávez para premiar a sus amigos y penalizar a sus adversarios: sin escrúpulos.
Los ex presidentes Vicente Fox, de México; Jorge Quiroga, de Bolivia; los actuales presidentes Oscar Arias, de Costa Rica, o Elías Antonio Saca, de El Salvador, tienen mucho que contar sobre las consecuencias internas que enfrentaron por no tolerar pasivamente los atropellos del presidente venezolano.
Pero quizás lo más paradójico y revelador del incidente de Santiago es que la Cumbre, cuyo tema era la cohesión social, desveló ante el mundo la profunda fractura ideológica que divide a América Latina. No se trata de derecha e izquierda, socialismo o capitalismo, o de populismo y neoliberalismo. Estas categorías confunden. Es más bien que el continente se ha vuelto un campo de batalla entre el chavismo y el chilenismo.
El chavismo económico se basa en una gran confianza en el Estado como principal generador de empleos, aunado al desdén por el mercado, los empresarios y la globalización. La bandera del chavismo político es la defensa de los pobres y los excluidos, el ataque a las oligarquías al mismo tiempo que promueve la necesidad de concentrar poder en el jefe del Estado a través de cambios constitucionales y darle a los militares un papel protagónico. Internacionalmente, el chavismo es rabiosamente antiestadounidense y antieuropeo.
En contraste, el chilenismo se basa en la idea de que un país latinoamericano puede beneficiarse de las oportunidades de la globalización, que el comercio internacional crea prosperidad y que el mercado, combinado con el Estado, es una potente fuerza en favor del desarrollo social y la igualdad.
En las ultimas dos décadas, el chilenismo también ha sido profundamente democrático y ha basado su legitimidad más en instituciones fuertes que en hombres fuertes.
Claro está, el chilenismo, en su más pura expresión, existe solamente en Chile y el chavismo puro sólo en Venezuela. Pero son las variaciones de estos dos enfoques las que chocan cada vez que se reúnen los presidentes de América Latina. Y lo que vimos la semana pasada fue sólo un capítulo más de esta serie.
Sin embargo, este capítulo reveló dos importantes paradojas que hoy definen a América Latina. La primera es que a pesar de que el chavismo se base en ideas ya probadamente fracasadas, que dependa del petróleo y que muestre claras preferencias autoritarias en sus formas de actuar y en los aliados internacionales que corteja, es la orientación que más entusiasma a las grandes mayorías. El chilenismo, en cambio, demostradamente exitoso y sumamente eficaz en combatir la pobreza, profundamente democrático y progresista, sólo logra entusiasmar a menguadas minorías.
En los barrios pobres de América Latina a quien se conoce y admira es a Hugo Chávez; nadie sabe en qué consiste el milagro chileno. Y esta es la segunda gran paradoja: En la América Latina de hoy las ideas fracasadas de ayer tienen un líder que entusiasma a las mayorías. En cambio, las ideas exitosas ni tienen líder, ni mensaje ni muchos seguidores. Contra esto tropezó el rey Juan Carlos en Santiago mientras la sala, atemorizada, callaba.