Moisés Naím

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Las ideas enterradas en Irak

Moisés Naím / El País

Guerras preventivas, unilateralismo, derrocamiento de regímenes amenazantes: hasta hace poco influyentes funcionarios y pensadores estadounidenses sostenían que éstas no sólo eran buenas ideas, sino también decisiones inevitables para el Gobierno norteamericano. Hoy, con 900 soldados estadounidenses muertos, 10.000 militares de la coalición heridos, 90.000 millones de dólares gastados y una guerra cada día mas difícil de justificar, estos conceptos yacen enterrados en Irak. Algunas de estas ideas merecen este destino.

La excesiva confianza en las soluciones militares a los problemas internacionales, por ejemplo, ha resultado ser una idea tan errónea como lo fue el profundo desprecio por la búsqueda de soluciones diplomáticas. El letal caos en Irak delinea con precisión cotidiana las limitaciones de la fuerza militar estadounidense, a pesar de su abrumadora superioridad técnica. Mientras esto sucede, la diplomacia ha abierto posibilidades que los mismos dirigentes estadounidenses que antes las comentaban con sorna ahora persiguen desesperadamente.

Las decepciones en Irak han supuesto también un golpe para una visión del mundo que, a pesar de todas sus referencias al 11-S como un acontecimiento que obliga a establecer una nueva forma de pensar, sigue basándose en los instintos y los enfoques típicos del periodo de la guerra fría. Las dos principales respuestas de Estados Unidos a los atentados del 11-S ilustran muy bien la inercia mental que lleva a afrontar nuevas batallas con enfoques obsoletos. En lugar de concentrar todas sus energías en luchar contra las extrañas, ágiles y apátridas redes de civiles que perpetraron los atentados, Estados Unidos reaccionó atacando dos países. Primero atacó justificadamente a Afganistán, cuyo Gobierno había sido tomado por estas redes de civiles extranjeros. Pero después fue Irak, una nación con un Ejército tradicional y un dictador que recordaba demasiado a los de la era de la guerra fría. Quizá el principal error estratégico de Irak fuera el de ofrecer un blanco más apropiado para la mentalidad de guerra fría de los actuales dirigentes de Estados Unidos y la actual capacidad militar del país. Así, enfrentado a la perspectiva de librar un nuevo tipo de guerra contra enemigos transnacionales, que operan en células pequeñas de civiles apátridas y que usan estrategias, armas y tácticas distintas a las de los manuales, el Gobierno de Bush prefirió luchar contra un enemigo conocido, cuyo rostro y localización le eran más familiares. Muy pronto sin embargo, las tropas estadounidenses descubrieron que su principal amenaza no era el Ejército tradicional de Irak -que en otro error garrafal fue disuelto. Quienes los asesinaban eran lo que los abogados del Pentágono denominan ahora "combatientes ilegales": soldados con nacionalidades y motivos tan poco predecibles que hacen difícil entender quiénes son sus dirigentes, cuál es su cadena de mando, dónde están sus lealtades y qué los hace tan propensos a suicidarse por su causa. Esto no estaba en los manuales.

Así, las certezas y otras heroicas suposiciones sobre cómo debía enfrentarse Estados Unidos al mundo, contenidas en el documento sobre la Estrategia de Seguridad Nacional que el Gobierno de Bush presentó en 2002, ya no parecen tan seguras. Condoleezza Rice dijo entonces que "el 11-S ha aclarado las amenazas a las que nos enfrentamos en la era posterior a la guerra fría". Pero ahora sabemos que no fue así. Gracias a las recientes revelaciones sobre los cálculos y la toma de decisiones de alto nivel acerca la guerra en Irak, sabemos que no reflejaron los peligros simbolizados por los asesinatos del 11-S. Más bien, se hace evidente que los instintos y doctrinas que forjaron la estrategia de seguridad nacional estadounidense durante la guerra fría han sobrevivido a la caída del muro de Berlín. Esperemos ahora que estas maneras de entender el mundo encuentren su lugar de descanso definitivo bajo los escombros de Irak.

Desgraciadamente, la guerra de Irak también ha menoscabado ideas válidas. La necesidad de impulsar una transformación profunda en Oriente Próximo es una de ellas. La conclusión innombrable y políticamente incorrecta que se ha ido apoderando de muchas mentes influyentes en Washington es que Oriente Próximo es "incurable"; la paz, la prosperidad y la libertad política en Oriente son objetivos inalcanzables para al menos una o dos generaciones de gobernantes estadounidenses. El pertinaz atraso económico, la disfuncionalidad política y los males sociales profundamente arraigados en la región, son simplemente imposibles de abordar, de acuerdo con este nuevo realismo post-Irak. La mala idea que se está popularizando en silencio es que, en lugar de intentar acelerar las reformas en el Oriente Próximo, el Gobierno estadounidense debe limitarse a intentar contener la expansión de la podredumbre política y la corrosión social y, lo que es más importante, impedir que la violencia y la inestabilidad de la región se extiendan a otras zonas.

Esta conclusión es demasiado desmoralizadora y políticamente derrotista como para hacerla explícita. Indudablemente se propondrán nuevos planes. Pero pasará mucho tiempo antes de que otra expedición liderada por Estados Unidos se haga a la mar para "curar" audazmente a Oriente Próximo de sus graves dolencias. El mundo está indudablemente mejor sin otro mal concebido experimento extranjero en el Oriente Próximo. No obstante, renunciar a tratar de inducir cambios profundos más rápido en la región es tan peligroso y equivocado como intentar introducir la democracia a punta de pistola.

Estrechamente ligado al nuevo pesimismo sobre Oriente Próximo está el creciente escepticismo en torno a las posibilidades de la democracia en países donde no existe o es muy defectuosa. Ésta es otra baja lamentable de la guerra. Espeluznantes noticias sobre el tribalismo armado en Afganistán y el sangriento caos en Irak fomentan a diario el recelo ante la idea de exportar la democracia. Ciertamente, los dirigentes estadounidenses seguirán poniendo elocuentemente por las nubes el histórico compromiso estadounidense con la democracia en el mundo. Pero seguirán silenciosos respecto a su postura en el muy probable caso de que fundamentalistas islámicos rabiosamente antiestadounidenses lleguen al poder en elecciones libres, si ocurre esto en ciertos países musulmanes.

La estabilidad y la seguridad se han convertido en una obsesión para Estados Unidos. Los políticos estadounidenses cada vez son más de la opinión de que el fomento de la democracia en el extranjero puede constituir una amenaza para ambos objetivos, con el resultado de que se está convirtiendo en una causa con un número menguante de partidarios. Ciertamente, la guerra de Irak ha debilitado aún más este respaldo. Es una triste ironía que la voluntad política de fomentar la democracia haya sido una de las bajas de una guerra que según sus promotores se emprendió en nombre de la democracia.